Habrás oído mil veces la expresión «pueblo de postal», pero seguro que en pocos lugares viene tan al pelo como en El Castell de Guadalest.
La despampanante estampa de esta población, con sus casas apiñadas junto a los restos de vertiginosas fortificaciones, se gestó en tiempos medievales. Porque estas cimas rocosas les debieron parecer a los musulmanes un sitio estupendo para colocar una fortaleza desde la que dominar el valle.
Así que el origen del pueblo está en las alturas: En las ruinas del Castillo de San José, que primero fue moro y luego cristiano, y en la torre que perteneció a la Alcozaiba. Ambas, junto al precioso campanario encaramado a los peñascos, componen el escenario que los turistas buscan ansiosamente para convertirlos en megapixeles.
Y es que hay cantidad de historia en esa cumbre de piedra, claro. Tras la reconquista cristiana, el castillo pasó de reyes a marqueses y de infantes a duques como quien no quiere la cosa. Y sería la poderosa saga de los Orduña la que, desde el siglo XVI, dejase una huella mayor en la comarca. Las nobles piedras del Castell, entretanto, sobrevivían como podían a terremotos, guerras y desgracias similares, y fue justamente tras el gran seísmo de 1644 cuando los Orduña decidieron construir la casa señorial que lleva su nombre.
El edificio, pegado a la Iglesia Parroquial de la Asunción de la Virgen, mantiene una valiosa biblioteca, y su visita da una idea de lo que era la vida de un opulento clan rural hasta hace no tanto tiempo. Pero el museo que alberga la casa nobiliaria no es el único de Castell. Hay uno de vehículos históricos, uno de instrumentos de tortura, uno de saleros y pimenteros, uno etnológico y hasta un museo microgigante, para que los turistas que visitan la localidad no digan que no tienen cosas que ver.
Pero en realidad, lo mejor es pasear y recorrer bien el barrio antiguo que se agrupa en torno a las moles de granito y al que se llega por un túnel excavado en la misma roca. La zona del Arrabal, más reciente, se fue formando en la falda de la montaña a medida que el pueblo crecía y los castillos ya no hacían tanta falta. Y nosotros que nos alegramos, porque las fortificaciones medievales siempre simbolizan cosas terribles. Pero… ¿y lo bonitas que son?
