Es sabido que unas pocas huellas de los templarios siempre dan más encanto y abolengo a una población. Tanto, que en algunos sitios se llega a forzar un poquillo las cosas para afirmar que allí estuvieron los caballeros del Temple.
En Barcelona, sin embargo, eso no hace falta. Aquí se establecieron los monjes guerreros en el siglo XII, y hay pruebas de ello. Lo que no está tan claro es el lugar exacto, pero muchos estudiosos sostienen que fue en lo que hoy es la Casa de l’Ardiaca (o Casa del Arcediano), donde la misteriosa orden levantó su primer cuartel-fortaleza en la ciudad.
El edificio conserva esa pinta sólida, pesada e impenetrable que suelen tener las fortalezas, porque eso es lo que era ya en tiempos de los romanos. De estos quedan, como siempre, restos visibles en el interior del edificio, hoy Archivo Histórico. Pero el rastro de los discretos templarios es más difícil de percibir.
La Orden, como quizá sepas, se fundó en 1129, y diez años más tarde el papa Inocencio II la declaraba independiente de los prelados ordinarios. Por esas fechas se establece en Barcelona y construye aquí mismo, al final de la calle del Obispo, una casa fortificada y arrimada a la muralla.
¿Habrá en el edificio actual algún escondrijo entre las piedras con un fabuloso tesoro? De esta gente nunca esperamos menos, así que, mientras te entretienes con la búsqueda, deja que te digamos también que los templarios debían de ser muy suyos. Y como los obispos medievales tampoco andarían escasos de ego, empezaron los líos por ver quién era más que quién en la ciudad.
El papa Eugenio III tuvo que intervenir, y finalmente los caballeros de la cruz escarlata decidieron abandonar este lugar y montar su chiringuito en el cruce de las calles Avinyó y Cervantes con la calle del Temple. Mira qué casualidad…
Allí se instalaron y permanecieron hasta que todo se empezó a torcer para la orden. En 1312, tras años de detenciones y acusaciones, otro papa (y van tres) decretó la disolución del Temple y les echó encima los siete males.
Pero ocurrió que al rey de Aragón no les caían tan mal, y utilizó la Orden de Montesa para que las propiedades templarias no pasaran a manos de los caballeros hospitalarios, grandes beneficiados de todo el asunto. En fin, un pequeño lío que terminó con los templarios cediéndole al rey su última posesión barcelonesa, en la que Jaime II se acabaría construyendo el Palau Menor.
Por desgracia, de todo eso no queda casi nada en las calles del Barrio Gótico. Hay que llevarlo en la cabeza, porque los templarios son uno de esos temas que dan muchísimo juego a la imaginación. Sin ir más lejos, ¿cómo olvidar la célebre maldición del último gran maestre, Jacques de Molay, antes de ser quemado vivo? Pero bueno… Esa es otra historia…