Nota: Este edificio fue derruido hace muchos años por lo que no es posible visitarlo.
Te sonará, seguramente, un tal Mozart. Y te sonará una ópera suya titulada Las bodas de Fígaro. Pero, ¿qué tiene que ver eso con este lugar de Bilbao, entre la calle Ribera y la de Santa María?
La verdad es que la relación es un poco forzada, pero nos va a servir para presentarte un apasionante tejemaneje. Verás: el Fígaro de Wolfgang Amadeus estaba inspirado en una comedia teatral escrita por un francés llamado Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, que además de dramaturgo fue relojero, especulador, profesor de arpa, espía y quién sabe cuántas cosas más.
El caso es que el aventurero y mujeriego Beaumarchais visitó tierras españolas en 1764. Lo hizo por un lío de faldas del que, por esa vez, él no era protagonista. El caso es que cierto caballero español había dejado a su hermana plantada en el altar, y por ello llegaba su hermanito francés presto a ajustarle las cuentas. Pero Beaumarchais era un tipo práctico, así que también aprovechó el viaje de justiciero para entrar en contacto con la corte y ver si podía sacar algo de allí.
Tuvo que esperar uno cuantos años para que se acordaran de él. Allá por 1776, Francia y España decidían qué postura adoptar en el lío de los revolucionarios norteamericanos, que se habían puesto gallitos frente a la Pérfida Albión. Y a Beaumarchais, que andaba por los teatros parisinos, le encargaron hacer llegar a los rebeldes pólvora, sables, mosquetes, pistolas, uniformes y algunas cosillas más, todo en el más absoluto secreto y bajo una tapadera comercial llamada Roderigue Hortalez y Cía.
Pero Carlos III, que quería la derrota del enemigo inglés y ponía un montón de pasta en ese apoyo encubierto, quiso maniobrar también desde España. Para ello recurrió a Diego de Gardoqui, un bilbaíno a cuya empresa familiar le sobraba experiencia en comercio internacional, y que, además, hablaba un perfecto inglés. Gardoqui hizo de traductor en secretísimos encuentros con la rebelión americana, y a través de su compañía cruzaron el océano montañas de armamento y munición que serían decisivas para el triunfo de los revolucionarios y la formación de los Estados Unidos.
El agradecimiento de los recién estrenados estadounidenses a Gardoqui fue tan grande que al de Bilbao se le abrieron todas las puertas de la nueva nación. Se instaló lujosamente cerca de la mansión de George Washington y asistió a su solemne toma de posesión como primer presidente en 1789, en la entonces pequeña ciudad de Nueva York.
A Diego, en cuyo honor existe una estatua en Filadelfia, aún le daría tiempo a entrevistarse, antes de morir, con otro personaje de cierta importancia histórica: un francés bajito y desconfiado, llamado Napoleón Bonaparte, que más tarde daría bastante que hablar.