Si antes has visto el Ensanche bilbaíno, con su Gran Vía, su Plaza Moyúa y su Parque de Doña Casilda, puede que la Plaza Nueva no te parezca muy espectacular. Pero interesante lo es un rato largo, créenos…
La primera idea sobre su construcción es mucho, pero mucho más antigua que la plaza. El encargo de un primer proyecto, allá por 1784, se adjudica a Alejo de Miranda. Parece ser que la otra plaza, la Vieja, que estaba al lado de la Iglesia de San Antón, ya no resultaba práctica y tocaba renovarse.
Pero las cosas nacieron torcidas porque en el horizonte había unas cuantas guerras cociéndose. Primero la de la Convención, en 1794; después, las napoleónicas, entre 1808 y 1813; y por último, la constitucional de 1823. Así que, sin comerlo ni beberlo, habían pasado un montón de años entre espadas y fuego de artilleria y los bilbaínos seguían sin su plaza.
En la década de los mil ochocientos veinte se retomó el asunto, pero entonces resultó que el vecindario de la zona se dividió entre los partidarios del sí y aquellos que tenían casa en los terrenos afectados, por lo que el tema no les hacía ni media gracia. A final, los primeros fueron más avispados y se las arreglaron para meter al rey en el fregado. Y se acabó la discusión. Todavía eran tiempos de monarquías absolutas, lo que significa que los deseos del soberano, aunque se tratase de un rufián como Fernando VII, eran la ley. Así que iba a hacerse una plaza, y punto.
Pero incluso con el apoyo Real, no creas que las obras se terminaron rápido. Qué va. Se tardó tanto que para su conclusión, en 1851, nuestro querido Fernando ya llevaba unos cuantos años fertilizando cipreses, y dejando tras él bastante antipatía por parte de su pueblo. Por eso, cuando alguien propuso bautizar la plaza con su nombre, Plaza de Fernando VII, Bilbao se opuso y decidió llamarla de la forma que ya conoces: Plaza Nueva. Que no es muy original, pero tampoco homenajea a quien no lo merece.
Y con estas, los bilbaínos ya tenían su flamante plaza, rectangular y neoclásica, y en ella empezaron a meter todo lo que parecía importante en la época: las oficinas de la Diputación, la Bolsa, la sede del periódico "Euskalduna", la Sociedad Bilbaína, el Café Suizo y así hasta hacer de la Plaza Nueva una especie de ensanche en miniatura.