Por lo general, a cualquier sinagoga la relacionamos con asuntos espirituales, que para eso es un templo. Pero la del Tránsito tiene detrás toda una historia asociada a un tesoro. Y no a un tesoro del alma, sino a uno de los otros, los más terrenales, los de monedas, metales preciosos y otras joyas que sirven para darse la gran vida en este mundo.
Los protagonistas de este relato son dos hombres. Uno, Pedro I de Castilla, llamado unas veces el Justiciero y otras el Cruel, en cualquier caso un tipo con carácter. El otro, Samuel ha Leví, su tesorero y hombre de confianza durante muchos años.
Allá por mitad del siglo XIV andaba Pedro a tortas con sus hermanos bastardos, los Trastámara, y entre las mil y una perrerías que se hicieron ambos bandos, resultó de gran utilidad la inteligencia y el buen tino del judío Samuel. Favorecido por el monarca, ha Leví se instaló en un palacio de la judería toledana, acumuló influencia y poder y, así a lo tonto, fue amasando una enorme fortuna.
Aunque la construcción de sinagogas estaba por entonces prohibida, Samuel consiguió permiso del rey para levantar, en 1357, este santuario cuyo espectacular interior se cubrió de inscripciones que ponían por las nubes al generoso Pedro I y también al promotor de la obra.
A los pocos años, visto el tren de vida del tesorero y atendiendo a los rumores de que escondía fabulosas riquezas en unos sótanos cercanos a la sinagoga, el soberano empezó a sospechar. Las habladurías decían que metía mano en la fortuna real, y la desconfianza de Pedro el Justiciero creció tanto que un día el hombre hizo trizas su ropaje, se puso verde cual increíble Hulk y apareció su otro yo, Pedro el Cruel.
Mandó encerrar y torturar a su amigo hasta que cantase, pero el caso es que el tesoro no apareció ni entonces ni cuando, hace unos pocos años, se descubrieron unos subterráneos cerca de la sinagoga. Así que el rey se quedó sin consejero y con cara de interrogación, hasta que acabaron sus días tras ser apuñalado por su hermanastro mientras Bertrand du Guesclin lo sujetaba y decía aquello de «ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor».
La sinagoga construida por Samuel ha Leví corrió su propia suerte, claro. Cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos en 1492, cedieron el templo a la Orden de Calatrava, que lo convirtió en iglesia dedicada a San Benito. Pero el nombre con el que la conocemos hoy viene de más tarde, cuando se colocó en su interior un cuadro que representaba el Tránsito de la Virgen.
Si cogemos la sinagoga por un lado, el tránsito por otro, lo juntamos todo y lo agitamos bien, obtenemos una de esas mezclas tan propias de un lugar que siempre ha sido, más que nada, una enorme y fascinante mezcla arquitectónica que tienes que ver.